Will Rodríguez: marzo 2014

lunes, marzo 24, 2014

Encuentro Internacional de Revistas y Suplementos Culturales Querétaro 2014


sábado, marzo 15, 2014

Cuando la prosa es poesía. Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, a cien años de su publicación




En el centenario de la publicación de uno de los libros más conocidos de la lengua española conviene rescatar el recuerdo de aquel animal “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón”, y revisar la trayectoria de su creador, el escritor onubense Juan Ramón Jiménez (1881-1958), acreedor del Premio Nobel de Literatura en 1956 por el conjunto de su obra en la que sobresale la historia de ese animal tan querido por lectores de todas las edades y nacionalidades. En la actualidad existen fundaciones, centros de estudios, calles, avenidas y espacios culturales con el nombre del autor que en su momento aclaró que Platero y yo no fue escrito para el público infantil: “Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren”. El presente ensayo ofrece una revisión de esta obra que se debate entre la poesía y la narrativa, así como de la vida y la literatura de Juan Ramón Jiménez.
He de reconocer que, hasta hace algunos días, no tenía mayor conocimiento de Platero ni de Juan Ramón que aquellos breves pasajes de la obra incluidos en los libros de texto de la escuela primaria. A más de 30 años de esa efímera experiencia me queda claro, de antemano, que estamos ante un personaje literario fuerte, inolvidable para quien lo haya conocido a través del acto de la lectura. Con el conocimiento reciente de la obra en su totalidad y del autor en sus generalidades, procedo a compartir de la manera más sencilla posible, en honor a un poeta sencillo en su personalidad y escritura, los aspectos que más llamaron mi atención.
Juan Ramón Jiménez Mantecón nació en el municipio de Moguer, Huelva, España, el 23 de diciembre de 1881 en el seno de una familia acomodada. Moguer es personaje indiscutible en la obra del autor; está ubicado a 19 km de la ciudad de Huelva y a 80 km de la ciudad de Sevilla, en la región de Andalucía, al sur del país; está cerca del mar, a su lado corre el río Tinto y posee una próspera economía basada en el cultivo de la fresa. "Nací en Moguer, la noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; y mi madre, andaluza, con los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo que jugaba muy poco, y que era gran amigo de la soledad..."[1]
Durante su adolescencia partió rumbo a Sevilla con la intención de estudiar pintura y abogacía, como era el deseo de su padre, pero no llegó a concluir dicha carrera en la Universidad de Sevilla porque la pintura y la poesía secuestraron para siempre su interés. Aunque su familia era "tradicionalista y conservadora", lo apoyó en su decisión de dedicarse a las artes. Fueron los poemas de Bécquer los que provocaron que Juan Ramón tomara la decisión de dejar los estudios, ahora sí contraviniendo a su padre, para ser poeta. En 1900, a la edad de 19 años, viajó a Madrid, donde conoció a los más importantes poetas modernistas, entre ellos a su admirado escritor nicaragüense Rubén Darío. Fue en esa ciudad capital donde publicó sus primeros poemarios: Nínfeas y Almas de Violeta, cuyos títulos fueron sugeridos por el poeta andaluz Francisco Villaespesa y el propio Rubén Darío.
Ese mismo año, al retornar a Moguer, se enfermó de neurosis depresiva, padecimiento que lo acompañaría durante el resto de su vida. Al año siguiente su familia decidió internarlo en un sanatorio francés para enfermos mentales, donde escribió Rimas, su tercer poemario, en el que según los estudiosos de la literatura demuestra una fuerte influencia de los simbolistas y parnasianos franceses. Posteriormente fue ingresado, durante un par de años, en el Sanatorio del Rosario de Madrid, donde era visitado por Antonio Machado, Ramón del Valle-Inclán y Jacinto Benavente, entre otros destacados escritores e intelectuales.
Después de varios años de radicar en Madrid retornó a su tierra natal ante una nueva crisis depresiva. Es durante ese viaje que escribió Platero y yo, su obra más conocida a nivel internacional, la cual sería publicada tiempo después; también en esa estancia moguereña escribió poesía amorosa siguiendo la corriente del simbolismo; tal es el caso del poema El viaje definitivo, en el que el poeta reflexiona en torno a su muerte. Los años venideros serían muy difíciles para Juan Ramón debido a sus constantes depresiones, la muerte de su padre y el rompimiento de la estabilidad económica de la familia. No obstante, en sus etapas de buena salud, realizó varios viajes a Francia y a Estados Unidos, donde se casó en 1916 con Zenobia Camprubí Aymar, a quien conoció en Madrid, en 1913, durante una estancia en la Residencia de Estudiantes.
A partir de 1936, con el estallido de la Guerra Civil española, se exilió en Estados Unidos, Cuba y Puerto Rico, país donde recibió la noticia de haber ganado el Premio Nobel de Literatura en 1956, después de haber desarrollado una prolífica e impecable trayectoria literaria, “por su poesía lírica, que en lengua española constituye un ejemplo de alta espiritualidad y pureza artística”.[2]
Fue Zenobia quien le dio a Juan Ramón la noticia del premio.[3] Ella, estando muy enferma, pidió a un periodista que se comunicara a la Real Academia de las Ciencias de Suecia para confirmar el rumor antes del aviso formal que se daría el 25 de octubre de 1956, toda vez que su esposo también estaba muy enfermo y se temía que no alcanzara a conocer el fallo del jurado. Ante esta situación, la Academia confirmó la noticia al reportero, y oficialmente, como estaba previsto, el día mencionado. Sin embargo, a los tres días quien falleció fue ella el día 28 en la clínica Mimiya de Santurce, en Puerto Rico. Dos años después, el 29 de mayo de 1958, Juan Ramón moriría también de cáncer en la misma clínica. El 6 de junio su sobrino Francisco Hernández-Pinzón trasladó los cuerpos de sus tíos a Moguer, cumpliendo el deseo de ellos. Tras varios días de celebraciones y homenajes, ambos recibieron sepultura en el Cementerio de Jesús.
Los críticos dividen la obra poética de Juan Ramón Jiménez en tres etapas:[4] la etapa sensitiva (1898-1915), con influencia de Bécqer, el Simbolismo y el Modernismo; la etapa intelectual (1916-1936), con el descubrimiento del mar como motivo trascendente; y la etapa verdadera (1937-1958), que abarca todo lo que escribió durante su exilio americano. Otros españoles galardonados con el Premio Nobel son José de Echegaray (Literatura, 1904), Santiago Ramón y Cajal (Medicina, 1906), Jacinto Benavente (Literatura, 1922), Severo Ochoa (Medicina, 1959), Vicente Aleixandre (Literatura, 1977) y Camilo José Cela (Literatura, 1989).
Hablemos ahora de Platero y yo, un libro que en su momento fue difícil de catalogar debido a su narrativa lírica y la conjugación de alegría y tristeza en cada línea. No se trata simplemente de la prosa poética que identificamos sin mayor problema en los autores de la actualidad, sino de una novela tan bellamente escrita que termina siendo un poema. Es, junto con El Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra, uno de los libros en lengua española más traducidos a otros idiomas. En 1914 la editorial La Lectura publicó los primeros 63 capítulos de la obra, misma que fue creciendo en ediciones siguientes hasta que finalmente, en 1917, apareció con los 138 capítulos definitivos, aunque se sabe que el autor esbozó otra serie de capítulos e incluso una segunda parte, las cuales nunca fueron publicadas.
El libro está dedicado “A la memoria de Aguedilla. La pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y claveles”. Antes del capítulo primero Juan Ramón lanza una “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”:
Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué sé yo quién…! Para quien escribimos los poetas líricos. Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien! ‘Dondequiera que haya niños ‒dice Novalis‒ existe una edad de oro’. Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca. ¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños: siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer! EL POETA, Madrid, 1914.[5]
A partir de entonces Juan Ramón describe a Platero, al paisaje y a la gente de Moguer, descubriéndose de pronto él mismo como un hombre extraño vestido todo de negro, a quien algunos niños llaman loco. El poeta analiza con gran detalle y sencillez cada elemento asociado con la naturaleza, la arquitectura y los personajes, los cuales en toda la obra no dejan de aparecer, toda vez que se trata de personas, animales, plantas y frutos que son los motivos de su atención. Son dos los tipos de diálogo que aparecen en la obra, mismos que dan forma a los breves capítulos: un diálogo interior en el que el autor habla consigo mismo y por ende con el lector, y un diálogo formal sostenido con Platero, acompañante fiel que con rebuznos y movimientos parece entender y contestar todo lo que se le dice. Tal es el caso del capítulo 55 titulado Asnografía:
Leo en un diccionario: Asnografía: s.f., se dice, irónicamente, por descripción del asno. ¡Pobre asno! Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres! Irónicamente… ¿Por qué? ¿Ni una descripción seria mereces tú, cuya descripción cierta sería un cuento de primavera? ¡Si al hombre que es bueno debieran decirle asno! ¡Si al asno que es malo debieran decirle hombre! […] Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus ojazos lucientes, de una blanda dureza, en los que el sol brilla, pequeñito y chispeante en un breve y convexo firmamento verdinegro…[6]
En la historia Juan Ramón Jiménez es él mismo, el poeta que tiene como amigo y confidente a un burro. El cariño con el que trata a Platero, la forma en que se refiere al perro y al caballo de su infancia, y la crítica que realiza a quienes maltratan a los animales domésticos, lo identifican como pionero en la defensa de los animales de finales del siglo XIX y principios del XX, en una época en la que muy poca gente reparaba en el maltrato de las especies no humanas. Juan Ramón no sólo se mantuvo lejos de las corridas de toros, una tradición de indiscutible arraigo en su país, sino que las consideraba una locura. Algo de esto menciona en el capítulo 70 titulado Los toros:
¿A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños? A ver si yo les dejaba que te  llevasen para pedir contigo la llave en los toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he dicho que no lo piensen siquiera… ¡Venían locos, Platero! Todo el pueblo está conmovido con la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y desentonada, ante las tabernas; van y vienen coches y caballos Calle Nueva arriba, Calle Nueva abajo […] Da pena ver a los muchachos andando torpemente por las calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro, oliendo a cuadra y a aguardiente… A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con sol, en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentas se están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos iremos por la calleja al campo, como el año pasado…[7]
La muerte es tema recurrente en esta obra. El autor habla de ella al referirse a personas y animales que formaron parte de su vida familiar y de su pueblo. También reflexiona sobre el día en que Platero muera y promete a su amigo darle especial sepultura. El paso de las estaciones del año se presenta como la vida misma, con sus días de luz y sombra. Finalmente llega el momento temido por el lector: la muerte del burro que a estas alturas del libro se ha convertido en el amigo que todos hemos amado y perdido. Capítulo 132, La muerte:
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara… El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada… No podía… Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico. El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo. ‒Nada bueno, ¿eh? No sé qué contestó… Que el infeliz se iba… Nada… Que un dolor… Que no sé qué raíz mala… La tierra, entre la hierba… A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso, ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza… Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores…[8]
En ediciones posteriores a la de 1914 aparecieron breves capítulos como Platero de cartón y A Platero, en su tierra, en los que Juan Ramón saluda a su amigo desde la vida sin él. A cien años de la aparición de esta entrañable historia, la Fundación Zenobia-Juan Ramón Jiménez, el Ayuntamiento de Moguer y otras instituciones públicas y privadas han organizado numerosas actividades en torno a la lectura, las artes plásticas, escénicas y musicales en honor a un personaje inolvidable y un poeta cuya sensibilidad cautivó al mundo.



[1] Fundación Zenobia-Juan Ramón Jiménez, www.fundacion-jrj.es/juan-ramon-jimenez/vida-biografia/, consultada en marzo de 2014.
[2] Fundación Nobel, www.nobelprize.org, consultada en marzo de 2014.
[3] “Juan Ramón Jiménez: vida, obra y muerte de un Nobel de Literatura”, en www.youtube.com/watch?v=S9_pMsXo7MQ, consultado en marzo de 2014.
[4] Instituto Cervantes, www.cervantes.es, consultado en marzo de 2014.
[5] Jiménez, Juan Ramón. Platero y yo, Colección Nuevo Talento, Editorial Época, México, s/f.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Ibid.

miércoles, marzo 12, 2014

Tres mundos, un poemario: El evangelio turbio de Virgo, de Álvaro Chanona



Tengo el privilegio de presentar la más reciente publicación de un poeta hecho y derecho que por años ha luchado por su producción literaria más allá de la milicia, la familia y la medicina, actividades que ‒sabemos‒ arrebatan el tiempo libre a cualquier oficiante o suspirante del arte. Hallar el momento propicio y cotidiano para crear una obra de calidad es digno de la más sincera admiración.
El evangelio turbio de Virgo (2013) es el cuarto poemario del poeta Álvaro Baltazar Chanona Yza, publicado en la Colección Ariadne de Ediciones Eternos Malabares, Ediciones Papalotzi y la Cátedra Miguel Escobar del Instituto Nacional Descentralizado de Traducción e Investigación Literarias. Consta de tres capítulos en los que el autor ofrece un viaje por tres mundos en los que coinciden el ayer, al ahora y el mañana. El capítulo inaugural es el que da nombre al libro.
En El evangelio turbio de Virgo el poeta parte en busca de la perfección espiritual, aquella que recomiendan los ascetas, aun en el entendido de la incertidumbre. En el camino construido con las piedras que sepultan a los héroes bíblicos conocerá dioses falsos, chacales y hienas de Gomorra que devoren sus ilusiones. Pero él, intérprete de la belleza y la maldad, cruzará la ruta de la noche más allá de los consejos de los cuatro evangelistas. No hallará dicha perfección espiritual; solamente el deseo de paz para con él y su Dios verdadero. No obstante los buenos deseos, también alcanza un nivel coherente para cuestionar su entorno:
Esa sabiduría que sólo tienen los unicornios
y los profetas de la Tierra Santa
en que no pudo morir crucificado
el corazón sin odio.
El dolor es acompañante eterno del protagonista de este evangelio (no digamos del poeta para no confundir a la audiencia): dolor físico, dolor del alma, dolor que de tanto doler ya no duele… El viaje por el inframundo de la interioridad humana, latente en cada verso de este primer capítulo del poemario, es injusto y cruel tanto por la irregularidad del camino como por la indiferencia del prójimo y la saña del tirano, sea éste Herodes, Hitler o Bashar Al-Asad. Aquí no hay esposa ni familia que ayuden a cargar con los tormentos de la guerra, el hambre y la enfermedad. Ante tales circunstancias el poeta, ahora sí el poeta, hallará resignación en solitario.
En Los sortilegios maritales del fauno, Álvaro nos conduce a un destino astral donde contemplamos las constelaciones que dan significado a las culturas del pasado y del presente. Desde ahí somos testigos de la miseria interior de uno mismo y de los otros, de la injusticia cotidiana que nos hará cómplices eternos de la historia. Aquel jardín donde el rey de los judíos oró la noche antes de ser crucificado surge como referencia para encontrar motivos de vida.
Cuando muerdo la noche espesa de tu lengua envenenada y me acomodo
como un niño de Armenia sobre la cruz evanescente, callada de tus muslos
los pájaros dormidos de mis dolores biliares huyen de Getsemaní
tiemblan los silencios artríticos de mis nudillos y mi garganta
como los muros antiguos de Roma bajo los cascos estridentes de los bárbaros.
Es en este segundo viaje donde el autor se desprende de sí mismo para dirigirse al ausente motivo del amor. Los recuerdos de la infancia en un barrio de Mérida se transforman en ejemplo de que dos personas, aun amándose, describen una sola cosa de manera muy distinta: lo que para uno es motivo de celebración o agradecimiento, para otro es origen de temores y lamentos. Es como construir una torre de Babel entre dos personas que luchan por el mismo objetivo pero que difieren en la manera de lograrlo. Sin embargo, lo que en realidad importa es el sueño compartido.
El tercer y último capítulo es nombrado Desde los cárcamos inexpugnables de Uxmal. Como es de suponerse, el poeta nos traslada al Mayab legendario, aquel donde las ciudades eran construidas tres veces y los más imponentes edificios aparecían de la noche a la mañana. Cuando todo pareciera haberse dicho y escrito respecto a esta civilización milenaria, Álvaro se aventura a proponer alegorías relacionadas con emblemáticos personajes como el rey enano y los dioses gemelos Hunahpú e Ixbalanqué, héroes del libro del Consejo de los mayas. Con el poético lenguaje de leyenda y profecía, nos adentramos a un mundo saturado de misterio y de belleza en el que nombrar al chinchimbacal y las casas pintadas de cal no implica un tratamiento regionalista; por el contrario, nos encontramos ante una nueva perspectiva literaria del mundo maya universal, necesaria de ser valorada por las nuevas generaciones.
Son los fieros colmillos de la serpiente emplumada
los que se escuchan romperse estrepitosamente
bajo los cascos áureos y helados de los equinos árabes
traídos por ese Cristo muerto barbado y judío
desde el otro lado del mar…
En este último capítulo Álvaro Chanona traslada el misticismo de las culturas antiguas a la realidad futura, donde la naturaleza nunca dejará de ser vital. Acaso la profecía en la que el sacerdote Ah Kuil Chel advirtió a los Itzaes su desgracia deba reinterpretarse como augurio del fin del universo. Mientras tanto la poesía seguirá siendo vínculo y lenguaje de la historia del pensamiento.
Muchas felicidades al autor por este gran logro en su carrera.