Will Rodríguez: A manera de prólogo

martes, enero 15, 2008

A manera de prólogo

Por Francesca Gargallo

De los dos lados de una historia, la que se vive y la que se cuenta, la muerte es el pan cotidiano de los deudos, los policías, los asesinos, los amantes abandonados que la sufren, la soportan o la provocan, así como es la realidad de quien va y viene las noches del primero de noviembre, se despide y finalmente goza de calor y bienestar.
La muerte, como el amor, para ser necesita de dos protagonistas, el que muere y el que se queda, espejo uno del otro, ambos víctimas del dolor y causantes del mismo. Y, como el dolor, la muerte es sublime, nunca bella: pertenece al orden de lo sagrado y horrible, y convoca la misma ambivalencia de lo obsceno, que es atrayente y repulsivo a la vez.
Will Rodríguez conoce la ironía de la muerte, pues la muy descortés nunca avisa de su llegada. Sabe que es una realidad de la carne y que, como todo lo de la carne, tiene que ver con hambre, satisfacciones, violencia, descomposición y placer. Sobre una tumba o frente a un lavabo, la muerte es hija del gozo, así como puede ser fruto de la venganza en un departamento, engendro de la ebriedad en la carretera o, aún, descendencia de la propia falta de atención.
Pero Will Rodríguez, como buen narrador, sabe algo más: que fenecer es indispensable para la vida, para la fecundidad y para la transformación. Por ello nos cuenta cómo el mejor platillo se adereza con el veneno de los celos de una esposa estéril o de qué modo la exigencia del amante convierte un cuerpo en arrecife. Las palabras se enhebran para dejar testimonio del vuelo astral y la sed de vida, del hambre de sexo y amor, de la humanización del cosmos del deseo y de la mezquina realidad del espacio de la vida en venta; así como para significar la pasión por el animal, en extinción, bicéfalo o feroz, pero siempre inocente frente a los agresivos sentimientos humanos: terror, soledad o simple crueldad.
La muerte, en todas sus formas, es casi siempre silenciosa, nada práctica, y absolutamente inevitable. Por ello sólo las palabras pueden construir el cuerpo colectivo de la humanidad que la teme y la vive, palabras que como el hilo de las parcas engendran, acompañan y cortan las historias que se escuchan o se leen.