Will Rodríguez: octubre 2006

jueves, octubre 12, 2006

Taller de cuento en Coyoacán

Taller de cuento: consiste en 38 sesiones, una por semana, en las cuales se va alternando la lectura y discusión de los textos escritos por los talleristas, con el estudio y el análisis de diversas teorías cuentísticas, problemas de estilística y estructura, así como las distintas formas narrativas que inciden en la creación de esta disciplina. Lo imparten Will Rodríguez y Alberto Cascante en el Centro Cultural Casa Juan Pablos, Malintzin 199, El Carmen Coyoacán 04100, México DF, a dos cuadras de la plaza principal. Costo: $500.00 mensuales. Horario: miércoles, 20:00 hrs. ►más información

jueves, octubre 05, 2006

Felis Bernandesii, Panthera Onca



Manchada de estrellas queda tu piel
Elsa Cross

El médico les dio de alta el mismo día del parto. Alejandra y su bebé mostraban tanta salud que no hubo necesidad de mantenerlos en el sanatorio. Después de un embarazo tan complicado, durante el cual ella tuvo que pasar siete meses en cama, era como un milagro que el alumbramiento haya sucedido sin riesgo alguno para ambos; pero, al día siguiente, el bebé comenzó a llorar poco después de haber sido amamantado, con un llanto cada vez más fuerte y la pausa de su respiración más preocupante. Alejandra vio, inerme, cómo el niño se tornó del blanco al morado en instantes hasta morir de asfixia.
Después de la cremación, estuvo encerrada en su recámara una semana. Casi no comía; lloraba por la muerte del bebé y la orden del médico: no embarazarse de nuevo, por lo menos en dos años. Ella siempre quiso ser madre y lograr el embarazo fue verdaderamente un triunfo; se quejaba de que Fernando pasaba la mayor parte del año en el aserradero, fuera de la ciudad. Decía que sólo un hijo podría sustituir semejantes ausencias.
El último día del encierro de Alejandra fue cuando Fernando, al llegar de viaje, entró a la recámara y le dijo: mi amor, te traje un regalo. Ella se levantó de la cama y, con indiferencia, lo acompañó hasta la calle. Él, sin mencionar palabra alguna, abrió la puerta trasera del automóvil y sacó una caja de cartón agujereada. Me lo ofrecieron en Escárcega; es para ti, le dijo. Alejandra abrió la caja y una sonrisa elevó sus pómulos morenos. Un cachorro de jaguar.
El regalo alivió la tristeza de Alejandra, quien se desvivía por atender a Mercurio. El animal era tan frágil y dependiente que provocaba en quienes lo conocían descargas de cariño y compasión; sus ojos cambiaban del amarillo al verde y del verde al negro, delatando los colores de la selva maya. Ella lo adoptó con devoción. Fernando llegó a pensar que la actitud de ella hacia él era un exceso: le daba el biberón cada cuatro horas y por las noches lo envolvía en un pañal para que durmiera a su lado.
Al cabo de unos días, el cuerpo de ella exigió acciones físicas, descargar sus instintivos lazos de sangre, por lo que comenzó a amamantar al jaguar en secreto. De sus pezones brotaba una leche generosa, incontrolable, que ella se apuraba a ofrecer al nuevo hijo.
Pasaron cuatro meses. El cachorro era muy sano y su comportamiento era el de un gato dócil, elegante.
Un sábado en la noche, Natalia, vecina y concuña de Alejandra, organizó unas carnes asadas en su patio. Asistieron amigos mutuos y corría el alcohol sin medida. Al calor de las copas, Fernando lanzó el comentario de que su esposa se resistía a tener sexo con él, que ni siquiera le mostraba las tetas. Alejandra, enfurecida, azotó su quinto whisky en la mesa y se fue a llorar al baño. Natalia la alcanzó para consolarla, advirtiéndole que si no cambiaba su comportamiento, Fernando se conseguiría una amante. Fito, el poodle de Natalia, aullaba a los pies de su dueña en espera de un abrazo. Natalia le preguntó a Alejandra el motivo del rechazo hacia Fernando. Ella se levantó la blusa y dejó ver sus pezones mordisqueados a punto de infectarse. Estoy amamantando a Mercurio, confesó, mi bebé.
Los ojos de Natalia se abrieron espantados a más no poder. Alejandra le suplicó que no dijera nada, porque no quería que la tomaran por loca. Además, dijo, si abres la boca te vas a acordar de mí. Natalia intentó convencerla de que dejara de darle el pecho al jaguar y de que viera al médico. Alejandra le dio un beso en la mejilla a su concuña y se fue a casa, ignorando que la confidente le contaría todo a Fernando un par de copas más tarde. Él, furioso, corrió en busca de su mujer y la obligó a desprenderse de la idea de seguir amamantando al jaguar. El pleito llegó hasta los oídos de los invitados de la fiesta.
Un año después, las heridas en los pezones de Alejandra eran sólo cicatrices, símbolo del más fuerte lazo entre una fiera y su cachorro. El jaguar creció tanto que se hizo necesario recluirlo en el jardín trasero de la casa, aun en contra de Alejandra que defendía la nobleza del animal; no le quedó más remedio que ceder ante la insistencia de Fernando, sus suegros y vecinos. La actitud de Mercurio era pasiva, pero sus ojos reflejaban misterio. Algo tan natural e inofensivo como el ruido de su respiración era suficiente para que los empleados de la casa le tuvieran miedo. Sólo Alejandra pasaba la mayor parte del día sentada a su lado, acariciando esa piel naranja manchada de enigmas negros.
Un domingo de intenso calor, Alejandra dejó la casa sola. El jaguar, desesperado por el aburrimiento, corría de un lado a otro por el jardín para descargar la fuerza y el ansia cautivas. El flamboyán, las bardas cubiertas de enredaderas, la piscina y los troncos en el suelo adaptados como ecosistema, ya no despertaban en él ninguna emoción. Fito comenzó a ladrarle desde el patio de al lado. Los agudos sonidos del perro inquietaban cada vez más a Mercurio, quien trepó velozmente al flamboyán y de ahí dio un gigantesco salto hasta el patio de Natalia.
Alejandra llega por la noche y ve desde el automóvil a su sobrino y a Natalia hablando con un par de policías en la acera. Los vecinos, curiosos, fingen labores como regar las plantas o barrer la terraza. Ella estaciona el coche en la calle y se dirige, nerviosa, hacia sus familiares. ¿Qué ocurre?, pregunta. El sobrino le pasa el brazo por los hombros y le dice vamos, tía, te cuento todo en tu casa, y se la lleva, ante la mirada tensa de Natalia.
Mientras escucha a su sobrino, sentada en un tronco bajo la sombra nocturna del flamboyán, Alejandra vuelve a sentir aquel vacío en el estómago que tuvo ante la muerte de su bebé. ¿Por qué chingados Natalia tuvo que mandar traer a la policía? Lo único que alcanza a decir entre lágrimas es tengo que ir a verlo.

Por las tardes, Alejandra visita a Mercurio en un zoológico privado, en las afueras de la ciudad, al cual no asiste mucha gente. Después de muchos trámites legales y de soltar dinero a varias personas, logró que el jaguar quedara bajo el mejor resguardo posible. De hecho, le fue proporcionada una llave para que pudiera darle de comer y acariciarlo de vez en cuando. El sitio es tranquilo, con ambiente selvático, pero la jaula, cuyo letrero indica Felis Bernandesii, Panthera Onca, es mucho más pequeña que el jardín de la casa. Mercurio se pasea en el interior como un balam de ochenta kilos, caballero cubierto del manto estelar; cuando ruge, la selva tiembla y el tronco del zapote aguarda el signo de retráctiles garras.
Cuando Alejandra conduce hacia el zoológico, imagina a Mercurio despedazando a Fito y amenzando a su dueña con rugidos; revive el rencor en contra de Natalia: la consentida de los suegros, la elegante, la blanca, la traicionera... y todo por culpa de ese perro maricón. En el momento en que se detiene ante la jaula de Mercurio, las ideas se concentran en el amor al hijo encarcelado, en la conceja maya que augura el fin del mundo cuando los jaguares asciendan para comerse al sol y a la luna: un eclipse será el presagio. Contempla el rutinario andar del felino, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y esos ojos que cambian del amarillo al verde y del verde al negro. Alejandra acaricia la llave de la jaula, pensando en la manera de huir lejos con Mercurio.
La tarde no es calurosa; se antoja distinta a las demás. El aire trae rumores de lluvia. Alejandra contempla los pasos de Mercurio mientras Natalia, decidida a terminar con los problemas de familia, estaciona su coche a la entrada del zoológico.

La línea perfecta del horizonte (presentación)

José Carlos Ruiz*
Fondo Editorial Tierra Adentro No. 217 (Coedición CONACULTA/Instituto de Cultura de Yucatán, México, 2005.
Lo asombroso como ley de lo cotidiano es lo que nos muestra Will Rodríguez en sus cuentos de esta compilación de extrañezas y fantasías realistas que ofrece con el título La línea perfecta del horizonte, bajo un formato muy cuidado de Fondo Editorial Tierra Adentro, con el número de serie 217, una portada atractiva e interesante del talento de Diana Salazar y el diseño de Carlos Alvarado y que representa en un grado cercano lo que los cuentos de Rodríguez son: imágenes cotidianas de la realidad encimadas en planos improbables, que nos permiten percibir la proyección de un coctel de imprevistos, debilidades y dramas interiores, sobre la pantalla imperturbable de lo inverosímil, cuya paradoja es ser el receptáculo de lo perfectamente creíble. Un juego de realidades entrelazadas que empieza a tejerse con el texto que presenta en el primero de los cuentos del libro, titulado Camuflaje, de un hombre que huye de su propio crimen y termina siendo, en sangre y músculo, alimento de plantas en un experimento botánico. Desenlace brutal, quizá hasta inverosímil en un hombre delicado y sensible que se convierte en una fiera capaz de matar para salvar su vida, pero perfectamente creíble en una atmósfera de mar, de calor, de trópico y por consecuencia irremediable de esa tropicalidad, de pasión e instinto como factores constantes de lo vivido.

Lo improbable volcado sobre el mundo en vuelos de gaviotas que, conmovedoramente indiferentes, recién atestiguaron muerte, de carreras prófugas por senderos flanqueados de palmas rejuvenecidas con sangre humana, de ángeles corrompidos por su amor a los hombres, de sueños, de naufragios, de orgías y suicidios. Rodríguez es un buen productor de historias, cuyos personajes se rinden siempre a las circunstancias de la anécdota sin imponerle nada, e incluso también a su lenguaje lo obliga a ceder sus potenciales de pirotecnia y preciosismo para no restarle foco a los acontecimientos que narra. Digamos que en ese sentido, el autor prefiere omitir protagonismos, y sin descuidar ciertos acentos de originalidad apenas para asegurar su firma, se hace a un lado y se limita a narrar en frases cortas sin detenerse mucho en las formas del lenguaje, seducido por el peso de su propia historia.
En ese sentido, Rodríguez rinde su narración a la justa dimensión de los asuntos, las cosas como son, sin complicaciones, moralismos, ni espionajes; sin cuchicheos en off que algunos autores no pueden resistir por no saber conformarse con estar detrás de sus historias, sino también querer vivir dentro de ellas, perturbando la lectura que forcejea por liberarse de su intromisión hasta que, cansada, se retira. Rodríguez no cae en esa tentación que aniquila al arte y al artista. Sus historias viven, él no necesita insuflarles más aliento que el del primer impulso, de ahí se empiezan a desprender ángeles, fantasías sumergidas en el océano, muertes de sal y arena, y niños que nunca vieron el mundo y reclaman la presencia de sus madres durante el sueño.
Como introducción, para pasar después a un análisis más detenido sobre algunos aspectos que me han parecido característicos de este trabajo, me parece lo indicado ahora compartirles una impresión general sobre el contenido, tal como esta fue presentándose conforme avanzaba rápidamente en una lectura fácil que no ofrece ningún contratiempo como simple consecuencia de su amenidad y corto aliento.
Camuflaje, primer cuento de la colección, es brutal, crudo y pasional, con escenas de extremo realismo, por momentos costumbristas, como las miradas y siluetas indígenas de Rivera y de Siqueiros, a cuyos personajes podemos casi tocar, uno de cuyos buenos ejemplos es ese en el que Federico, el protagonista, llega a casa del plomero donde
(pág 15) “…Al pie de la puerta… “.
Luego, Tres Gaviotas, el título siguiente, intenta ceñirse a la misma atmósfera brutal de su antecesor por lo menos en uno de sus tres diferentes vuelos, pero en un giro de sorpresa, Rodríguez nos cambia el tema y en la siguiente propuesta, que titula Ella, se interna en el mundo de los sueños sin abandonar arena y sol, para luego seguir onírico, y ofrecer una fantasía casi incomprensible en su Mateo duerme y no sueña, dedicado a la memoria de Juan Rulfo, sueño errático en el que momentáneamente renuncia al mar, que tensa los límites del realismo mágico en el que hace orbitar parcialmente su serie, sobre todo en lo referente a sueños y ángeles, y donde emite frases casi dignas del homenajeado como la siguiente, con la que abre:
(pág. 25) “Ay, Mateo…”.
En Catarsis de mar corrige su lamentable distracción de los océanos y alguien penetra al agua tibia y salada en plenilunio, para dejarse broncear por la luna y experimentar en el cuerpo los mordiscos suaves de los escualos atraídos por el sexo. En Exterminar a las palomas, la vida es frustración por sus realidades de mañana urbana y trabajo estresante, y las noches son refugio construido de sueño y mar, mientras que las palomas, pobres, son sólo el odioso símbolo del anti-sueño, ese ingrato despertar cotidiano. Proyecto K-907, siguiente cuento de la serie, es una breve cápsula de ciencia ficción envuelta en agua salada. Y enseguida, en dos oportunidades, Will hace alarde de precisión narrativa rayana en lo poético, primero con Falsa nostalgia y luego en Flor de agua, ambas trágicas, ambas junto al mar, ambas impregnadas de muerte. En la Línea perfecta del horizonte, casi a la mitad del libro para sugerir equilibrio tal vez, el cuento que le presta título a toda la colección y comentaremos más tarde, parece resumirse en una frase afortunada: (pág. 35) “Romper con una….” .
Fumando espero es una ilustración de las posibilidades perversas en las que puede caerse si se abandona la bendición de vivir junto al mar, donde leyendo un libro, puede fumarse un buen churro, al suave vaivén de una hamaca impulsada con el apoyo del pie contra la pared. Luego, Primera señal, una especie de primer acto de una serie compuesta de tres, alternados con otros textos, se insinúa como una anécdota débil, un tanto decepcionante porque nos separa ahora sí definitivamente del mar, a excepción de un coco con el que el personaje intenta ajustar los nodos de una batería, sin terminar de definir una finalidad, como no sea la de adentrarnos en el siguiente gran tema de la obra: los ángeles, ángeles que representan cielo y eternidad. Ángeles corrompidos es el primero de una serie poblada de seres alados, celestiales, fácilmente corruptibles por causa de los humanos, en el que un ángel caído pierde sus alas y su pureza. Luego el tema se complementa y perfecciona en El Limbo, un antro exclusivo para ángeles donde se bebe, se coge y se vive la noche entera, en todas las alternativas y espacios posibles de ese ámbito nocturno, que cumple en ilustrar una atmósfera de placer que debiera ser perfecta, que por momentos lo es en su despliegue de autenticidad, pero cuyos asiduos visitantes se debaten también en la frustración de una burocracia celestial, tan ineficiente como la terrenal, de misiones de pureza truncadas por azar del amor frustrado y la lujuria implacable, y por la incertidumbre de un probable final punitivo, casi infernal, para los transgresores de la norma pura, pero en el que, sin duda, el placer del cuerpo es un objeto absoluto, el fin de la carne y el tiempo, más que adictivo, que insufla esperanza y motivo a cada nueva noche de limbo. El Sueño y la paz, siguiente cuento, llega a tiempo para atemperar la vorágine de El Limbo con la narración de una vida ofrecida a la voluntad de Dios y al final recuperada en un sueño de amnesia, cariñosamente protegido por la diligencia de un ángel mensajero. Súbitas, título que continúa la serie, nos coloca de golpe en la esfera asesina de un ángel perverso, resentido quizá por la felicidad de otros, por la felicidad humana que a él, en su eterna perfección, le estaría negada. Luego viene la Segunda Señal, tan débil y tan blanda como una cartera perdida y luego recuperada por la acción de un ángel, del que no se sabe de todos modos, a final del cuento, si fue ángel o no. Enseguida, La versión en tres actos de un hecho lamentable, pieza que me hizo evocar La gallina degollada de Horacio Quiroga, en la que un angelito de la guarda se empieza a percudir por tanto rozarse con la cotidianeidad de un mundo frustrado, que tira a la descomposición familiar, su célula esencial, parece decirnos que también la tragedia inocente, la más cruel de todas, a veces puede venir del cielo, o quizá siempre. Perpetuidad del sueño, siguiente cuento de la colección y continuador de su fase angélica es una hermosa muestra del realismo mágico que se asienta en la cotidianeidad de los desesperanzados, de aquellos quienes no tienen más opción que un suicidio amable para seguir viviendo. Por último, La tercera señal, no es más que una mano invisible brotando de un trío de ejercicios que no aportó valor, prácticamente el único reproche que mi lectura podría hacerle a este trabajo.
Como lo comenté desde un principio, de Rodríguez me quedo con las historias y hasta cierto punto con los personajes, no con el estilo ni con el lenguaje, no con la técnica ni la habilidad para bucear en la profundidad de las posibilidades sintácticas. Tampoco, por inexistente, con una intención de explicar porqués psicológicos, pues para Rodríguez no existen las causas interiores, antecedentes inductores, sino simplemente los hechos que describe, cuyos motivos, en todo caso, no pasarían de señalarse como los malos o buenos consejos de los ángeles, cuando no toca a ellos ser los ejecutores de la acción. Rodríguez prefiere fotografiar las ideas y dar fe de las imágenes, como las vio ocurrir, antes que vestirlas con la gracia de la danza literaria, digamos que en ese sentido procuraría ofrecer figuras de fuerza, pulsiones estéticas, como un gimnasta de la palabra, que las coreografías circenses y espectaculares al estilo de Auster, o las festivas, musicales y coloridas de García Márquez. Tampoco vamos a encontrar en sus cuentos, a pesar de sus almas solas, las nostalgias profundas, radiografías del alma desolada y cubierta de nieve que Pitol degusta en sus narraciones. Pero a cambio nos brinda la fuerza de sus historias, sus dardos de dolor que, como un ataque furtivo, son tan certeros y repentinos que logran herir sin que el lector lo advierta de inmediato. ¿Para qué retardar, pareciera preguntarnos desde su propuesta, el advenimiento de la verdad, para qué flirtear con el tiempo cuándo lo que nos guarda es verdad y belleza, perfección en el horizonte? Will pareciera ansioso, cuando escribe, por llegar al meollo de la verdad de sus historias, una obsesión trepidante que lo une en cierta perspectiva de nuestra lectura, aunque sólo sea por un momento, con el anhelo beat de rastrear un sentimiento fundamental de adhesión a la realidad física por encima de la racional, intelectual o ideológica, y preferir en ese sentido, recrear las experiencias sensuales y sensoriales aun en sueños, aquellas que tenderían en mucho mayor medida a expresar el fluir físico, tangible, de la carne y la sangre, esa sangre que vemos correr, abundante, en las páginas de Rodríguez. En este sentido, no encuentro mucha diferencia entre la personalidad de sus ángeles y la de Kerouac, Cassady o Ginsberg, salvo, en todo caso, en lo referente a la vulnerabilidad de aquellos a los torbellinos del amor y el odio.
Y esa compulsión por comerse la vida lo hace certero. Augusto Monterroso con su célebre y comentadísimo Dinosaurio, para parodiar la obsesión de algunos por la estructura, quiso vestir una frase con un traje formal de cuento, según mi criterio para burlarse un poco de la ortodoxia literaria. Pero Rodríguez, en un par de ofrecimientos similares, sí consigue redondear un cuento, no en una frase suelta, sino en varias que plantean, anudan y desenlazan quizá por una probable compulsión a cumplir con el esqueleto del método, tal como en otros aspectos de su obra se alcanza a percibir, pero también con el de regalar una historia al límite justo, sin una palabra de más, ni una coma, ni un punto, lo cual no atribuyo a una mezquindad literaria, pues si así fuera, difícilmente Rodríguez estaría aquí protagonizando esta reunión, sino, como dije, con una fuerte tendencia a ser preciso, a no dar más de lo que demanda la comprensión, objetivo elemental, pero tampoco, acaso su motivación primaria, exceder su individual código de valoración estética. Pero cumple además, en este par de expresiones, con otra conquista, no sé si voluntaria, habría que pedirle que se guarde la pregunta para que nos la responda en su oportunidad al micrófono: la de tensar su idea narrativa hasta el umbral de la poesía, al grado de quedar de ella a un par de metáforas de distancia a lo sumo, y depender de un mero desplante de capricho para transmutar su género. Este par de cuentos brevísimos, a punto de abrirse en poesía, a los que me he estado refiriendo son: Falsa Nostalgia y Flor de Agua, los cuales, por su brevedad, para demostrar mi argumento, me permito leerles a continuación:
Págs. 33 y 34
Yo creo que a más de uno nos sonaron a poesía, pero indudablemente son cuentos, cuentos completos, en sí mismos universos, pues hay argumento, hay personajes, pueden sentirse tanto ellos como la atmósfera que los envuelve, sus sensaciones, su drama, hasta podría deducírseles una historia más allá del instante narrado en el cuento y todo un mundo alrededor, en ambos hemisferios. Todo cabe en esas frases cortas, sin una palabra de más. Son cuentos completos, a un paso de ser poesía.
Y luego, justo después de este devaneo entre el cuento y la poesía, en la que el género anunciado por el autor para su libro sería una delgadísima, casi imperceptible, línea de horizonte, viene precisamente La línea perfecta del horizonte, el cuento así llamado, que Rodríguez convierte en metáfora de sueño, por ser un sueño convertido en realidad que llegó como llegan los sueños, sin anunciarse, como una revelación desde lo profundo del ser que dicta cómo debe ser la vida antes y después de abrir los ojos. Para el protagonista, la vida después de separar los párpados deberá ser como la soñada, no habrá alternativas, venturosamente para él. Y de este modo, ensamblado en el eje de esta propuesta axial, Rodríguez construye con una estructura de cuento para todo el libro, con una visión panorámica que demuestra oficio, una oferta ordenada, muy cuidada, donde la primera parte, el planteamiento, está hecha de mar y costa que, en su dualidad, también comparten una especie de horizonte, aquel que forma la línea del agua al ceñirse a la tierra, un horizonte que tiembla, que se altera, que ruge y se despedaza, como las pasiones de quienes habitan su orilla; la segunda, el nudo, cuya muestra principal es este cuento que da nombre a todo el libro, se construiría de sueño, sueño que une sustancias, mar y cielo, sueño convertido en horizonte, ese otro horizonte que, diferente al de mar y tierra, sabe fundir infinitos, como un crisol divino; y la tercera, el desenlace, quizá por ser de la que más se espera, la que se erige en destino suprasensible según nuestra idea occidental de trascendencia: el cielo, ámbito representado en este libro por seres que le pertenecen, con toda su pureza, pero que son fácilmente corruptibles, seres ambivalentes como la gran paradoja que encierran y simbolizan, cielo como ideal, como sustancia impoluta, pero irónicamente mancillable al menor contacto con el mundo, al contacto con el mar, al momento de fundirse ambos en una perfecta línea de horizonte onírico, tan perfecta como invisible y de ahí, quizá, su perfección.
Rodríguez intentaría la premisa en algunos de sus cuentos de postular la pureza como un punto fijo del que sólo es posible escapar hacia un destino de corrupción, dolorosamente latente en el útero a punto de dar a luz, de esa misma pureza preñada y dialéctica, y de este modo plantear la pregunta: ¿cuál de ambas condiciones, la pura o la corrupta, sería la más perfecta? La condenada a la inmovilidad contemplativa, rehén del peligro cierto de que moverse, dar un solo paso, es un pasaje seguro hacia la corrupción sin regreso; o la de lanzarse con el vértigo de lo nuevo y lo aventurado, sin ninguna garantía del devenir, hacia objetos de placer que también encierran, se intuye, la amenaza de la amargura y la muerte en vida, la peor de todas, pero también, sin duda, la más creativa, la más feraz tratándose de sensaciones y posibles para el espíritu. La pregunta, expresada sólo por un instante en el planteamiento de sus cuentos, Rodríguez la responde sin titubeos en el nudo y el desenlace, en seres que han optado por encontrar su verdad personal, o angelical, en el segundo derrotero, entendiendo que en esa verdad y sólo en ella, se encierra la perfección de la belleza, de su propia belleza y la de los objetos de su amor.
Así nos lo presenta, en seres por excelencia perfectos, en ángeles de alas amputadas, seducidos por el mundo, cuyo anhelo de amor se transforma en lujuria tan pronto como tocan la piel de sus protegidos. Ángeles cachondos, plurisexuales y seductores, humanos en todo, a excepción de las cicatrices de sus alas castradas, su eternidad y acaso, una mejor disposición y talento para abandonarse al sexo ilimitado y abierto, cuya perfección radicaría en la genuinidad de sus sensaciones y placeres, siendo para ellos del mismo cuidado complacer que complacerse. Ángeles poetas, seres enamorados que intentan sofocar la irremediable soledad de su condición incomprendida en cualquier ámbito como no sea el de un lecho secreto o el de un antro de luces mortecinas que envuelve noche a noche la fiesta orgiástica de una celebración sin fin, por el sólo hecho de estar aquí y ahora, en este mundo imposible, cuyas fronteras sólo han podido flanquear bajo la patente de misiones de pureza, al final saboteadas por ellos mismos, o por sus protegidos, o por ambos, y sublimemente corrompidas por el espejismo de amor eterno encerrado en algunos instantes de lujuria que, como una droga, se administran con la fruición adictiva de una sed perenne que, al igual que la duración de sus vidas, jamás se satisface, siendo esa, quizá, otra de las claves de su perfección: lo perfecto como aquello que nunca se colma, lo que no se limita a un principio y un fin, ni en el tiempo ni en los lugares, ni en los placeres, ni en la desdicha de ser únicos y solitarios.
El amor como factor primario de corrupción o muerte aparece invariablemente en La línea perfecta del horizonte. Quizá como una analogía entre pureza y amor, una dualidad destinada a permanecer estática para preservarse y, condenada, al mínimo movimiento, a corromperse y romperse, juntas o por separado, en destinos de soledad inescapable, sólo confortada por compañías ocasionales y, por breves momentos, compatibles, a la mitad de un desierto nihilista.
Es evidente que en su Línea perfecta del horizonte, Rodríguez hace de su construcción literaria un modelo circular, al unir en un clímax ascendente la tierra con el cielo usando un mar hecho de sueños como horizonte y luego cerrar el círculo al describir el descenso de los ángeles al mundo en cumplimiento de una misión de amor, al mismo tiempo peligrosa, como todo lo referente al amor lo es, como toda caída lo es, como todo descenso a los infiernos lo es, pero irrenunciable a su naturaleza.
Luego, al pisar la tierra, quizá lleguen a sorprenderse al saber que los humanos, amorosos, asesinos y soñadores, somos exactamente igual que ellos si se elimina el miedo a la muerte. Y así, la tierra se convierte en un cielo de ángeles mortales.
Enhorabuena.
*Texto leído por su autor el 17 de agosto de 2006 en la sala Carlos de la Sierra del Centro Morelense de las Artes, en la ciudad de Cuernavaca.

La línea perfecta del horizonte


Citlalli Sánchez*

Will Rodríguez nació en Yucatán. No tenía el gusto de conocerlo personalmente. La fotografía de la solapa me muestra a un hombre bastante joven, no obstante la cantidad de reconocimientos que tiene por su quehacer literario. Este es un libro de ochenta o noventa páginas, calculo a primera vista, pero basta con abrirlo y empezar a leer para darme cuenta que el talento no está en relación directa con el número de páginas.

Me encuentro ante un escritor con un hábil manejo del lenguaje al servicio de la narrativa, que abre expectativas originales al presentarnos los conflictos de nuestra existencia en un contexto totalmente actual, tocando siempre los extremos. Sus narraciones pueden ir desde lo más sublime hasta lo más sórdido que tenemos como individuos producto de una sociedad moderna, fluctuando entre dos abismos donde los límites de lo correcto y lo equivocado ya no son muy claros. A veces, en forma cruda y otras como no queriendo, toca temas como el narcotráfico, la drogadicción y sus consecuencias sociales, la violencia cotidiana. Nos muestra una realidad de la que no podemos evadirnos porque en esencia eso somos. Sólo nos queda esperar que vengan a nosotros los ángeles para salvarnos.

En especial me gusta el primer texto; la imagen precisa, el ritmo adecuado al momento: Camuflaje. Bastan unas cuantas frases para situarme en la escena; unirme a la huída desesperada de Julián a lo largo de la playa, sentir su angustia, oír sus jadeos. Julián se camufla en la noche porque los asesinos son parte de ella. Federico lo esconde e irremediablemente se siente atraído por este hombre: con su vista recorre el pecho, el cuello, la boca… esa boca. Con un final inesperado, Federico tiene que matarlo, pero no renuncia al placer de poseerlo al incorporar sus fluidos corporales al remedio con el que cura a las palmeras. Al terminar de leer, no puedo dejar de pensar en Federico poseyendo uno de los cocos de sus palmeras, al que, seguramente, le abrirá con el machete una boca para succionar con fruición su agua dulce, producto de la unión de la savia del vegetal y la sangre, y llevarse después a la boca su pulpa carnosa con sabor a hombre. El camuflaje perfecto; para matar también se necesita del genio del escritor, que nos horroriza con la belleza de la muerte.

La muerte en este libro es un tema redundante. Es una gaviota que persigue una luz pura, como el brillo capturado al cerrar los ojos, y al alcanzarla, se envuelve en ella. O puede llegar a niveles de depravación y crueldad extrema cuando el acto se comete bajo los influjos de sustancias extrañas circulando por las venas. O disolverse con los sueños en esa delgada línea del horizonte donde lo real y lo irreal se funden. Estos textos nos llevan a la siguiente reflexión, necesariamente: ¿Qué es la muerte? ¿Acaso no un sueño que permanece para siempre? ¿Y la vida? ¿Un sueño fugaz en espera de la muerte? En el cuento que da nombre a este libro el autor escribe con una sensibilidad que percibo única:

La noche previa a su setenta aniversario soñó que buceaba con delfines. Al despertar asumió la imagen como una cita con el entendimiento de la vida. Abandonó ciudad, mujer y carrera para volver al entorno de la infancia y sentarse por horas en este lugar entre arena y caracoles.
¿Quién no sueña, al llegar a determinada edad, con volver al punto de partida en espera de verdades más trascendentes que su propia vida? Pero la vida también es una dicotomía donde el hombre y la mujer tienen que estar presentes. Ella, aquí, es la sirena, su imagen se diluye en el agua de la que sólo sale para peinar su cabellera, y sus hombros son de arena. O, quizá, sea la paloma a la que no se atrevió a exterminar ni en sus sueños. De tan poética es efímera. Ella es parte del mar y el mar le susurró al autor su lenguaje misterioso desde que era un niño. Pero la dicotomía también es una fase de la luna donde sólo una mitad de su disco está visible. En estos textos existen hombres reales, capaces de seducir y de enamorarse. Los hay también que no pudieron evitar los vicios y llegaron hasta las últimas consecuencias.

Aquí, existen también otros seres, los que no necesariamente pertenecen al género masculino porque pueden ser ángeles, y dicen que los ángeles no tienen sexo. Seres que se encuentran entre el limbo y el infierno, en esa línea delgada donde lo inmensamente grande y puro del mar y del cielo se unen, en la línea perfecta del horizonte, donde confluye todo aquello que es susceptible de corromperse y ser perverso. Aquí vivimos y aquí soñamos; hasta esta línea bajan los ángeles del cielo hacia el mar para salvarnos. Son seres puros y alados que vienen con la misión de prestarnos ayuda a través de nuestros sueños, pero nosotros que todo corrompemos ¿cómo no íbamos a corromper ángeles? "A la gente le encanta envolverlos con artimañas seductoras para conseguir su propósito, sobre todo cuando se trata de encontrar satisfacción y cariño al mismo tiempo".

La imagen precisa y el lenguaje sin rodeos son un acierto de Will Rodríguez. Sus ángeles, cuando se corrompen, pueden ser sórdidos, conocer las miserias de la vida. Pero también existen los que permanecen incólumes, aquellos que establecen el vínculo entre Dios y los hombres. Los ángeles de este libro no son ángeles caídos, no esperan que alguien los salve o ser redimidos. Saben que Él no hará nada por ellos pues ha hecho demasiado. Lo único que queda es disfrutar de esta vida con la misma intensidad del castigo. La mayoría de ellos se corrompió por amor; no evadieron la tentación de erotizarse con hombres o mujeres y perdieron las alas en cualquier noche de excesos. Llevan con dignidad las horribles cicatrices, testimonio de que en algún momento pudieron ascender al cielo.
Son ángeles que, al igual que Will Rodríguez, permanecen fieles a sí mismos. Desde mi punto de vista eso es lo más importante. Algunos libros se empeñan en dejar una enseñanza, un mensaje o una moraleja, hay otros que mueven a reflexión; yo creo que este es un libro para reconsiderarse.

*Texto leído por su autora el 17 de agosto de 2006 en la sala Carlos de la Sierra del Centro Morelense de las Artes, en la ciudad de Cuernavaca.