Will Rodríguez: abril 2006

jueves, abril 06, 2006

Recuerdos de Dzitbalché















































Qué bobas son las mujeres
que nos tratan de engañar —me dijiste.
Ya nadie la mira, ya nadie suspira
ya sus almohaditas nadie las quiere apreciar.
“La Engañadora”, chachachá.
Enrique Jarrín (Cuba, 1926-1987)

Mi papá nació en Dzitbalché, Campeche, en 1931. Se llama Yanuario Nicolás Rodríguez Rodríguez y fue el segundo de tres hijos de un matrimonio de primos hermanos, como se acostumbraba en esa época entre algunas familias de ascendencia española. Mis abuelos eran Clodualdo Rodríguez Rodríguez (1904-1939) y Dolores Blanca Rodríguez Bautista (1906-1983), también nacidos en Dzitbalché. Yano, como le dicen a mi papá de cariño, vivió los primeros ocho años de su vida en su pueblo natal, hasta la muerte su padre causada por la varicela. Clodualdo tenía una tienda de abarrotes y traía cerdos de Chiapas para su venta en pie en la población. Al morir él, sus negocios se vinieron abajo y mi chichí tomó la decisión de emigrar a la ciudad de Mérida, Yucatán, en busca de una ocupación que le permitiera sacar adelante a sus hijos (los otros dos fueron Luis Jesús, nacido en 1928, y William Hernán, nacido en 1938).
Ya instalada en el Barrio de La Ermita de dicha capital, Lolita se dedicó a la repostería y cumplió con mucho esfuerzo su objetivo de criar dignamente a sus hijos. Los tres resultaron muy trabajadores y lograron establecerse con éxito en la capital yucateca. Luis se casó con la señorita Trinidad Bolio Luján en 1952, Yanuario con Hidy Elizabeth Manzanilla López (mi mamá) en 1959, y William con Ligia Margarita Baquedano Gómez en 1972.
A pesar de haberse alejado de su pueblo natal, Lolita y sus hijos mantuvieron estrecho contacto con sus familiares campechanos, quienes vivían tanto en Dzitbalché como en la ciudad de Campeche. De estos dos municipios es de donde vienen mis primeros recuerdos de viaje, toda vez que fui desde muy pequeño el acompañante oficial de mi chichí. Ella solía visitar Dzitbalché cada vez que podía. Nos íbamos en camión y llegábamos a ese pueblo alegre y caluroso donde nos aguardaba una casa grande de techos altos, cuyas puertas de madera se cerraban con trancas. La casona estaba frente al parque central y a la iglesia, en la cual mi tía Raquel Vera Rodríguez tocaba el órgano (ella era intérprete de piano y mandolina). En ocasiones también viajábamos en coche con mis papás y mis hermanos y de regreso nos desviábamos hacia Pomuch, donde papá nos compraba deliciosos panes rellenos de jamón y queso.
Casi todas nuestras visitas al pueblo coincidían con la fiesta religiosa que se celebra en agosto. Ponían en el parque numerosos puestos de juegos y comida y yo paseaba por ahí de la mano de mi chichí. Rescato de la memoria una canción que expulsaban las bocinas del equipo de sonido: esa pieza de “La Engañadora”, de la cual supe hasta hace poco que es el primer chachachá del que se tiene registro. También recuerdo entre brumas una pelea entre dos borrachos que se golpeaban el rostro a puño cerrado; la sangre brotaba de ambas caras y la gente alrededor de ellos no hacía nada por separarlos, sino que disfrutaba del pleito. Otra imagen que guardo de la fiesta del pueblo es la de una misa nocturna: chichí estaba rezando y yo canturreando o habloteando; en eso una mestiza sentada en la banca de atrás me sacudió el hombro y me dijo xo pelaná (quien no conozca el significado de esta sentencia en maya, que lo investigue).
Frente a cualquier recuerdo que pudiera tener de Dzitbalché, lo más interesante no es lo que ahí viví ni lo que pude haber vivido, sino lo que mi chichí me contó de su hermano: Rodrigo fue muerto a manos de los revolucionarios; estaba escondido en los gallineros, pero ellos lo encontraron y le dispararon. Hasta ahora me cuesta entender lo dura que fue la Revolución. También me es difícil ubicar a Campeche y Yucatán en ese contexto. Pero sobre todo relaciono esta anécdota como un hecho muy triste para mi chichí.
La mayoría de los tíos y primos de mi papá se fueron a vivir a Mérida o a Campeche. A esta última también la visité mucho en mi infancia. Ahí nos hospedábamos en casa de la tía Medach o con sus hijas ya casadas; el papá de ellas era el profesor Hernán Silva Rodríguez, primo de mi papá, quien fue colaborador del gobernador Negro Sansores y tenía un hermoso rancho de nombre La Faena, ubicado entre Escárcega y Champotón, donde fue asesinado por dos de sus empleados a principios de la década de los ochenta. De entre los parientes dzitbalcheños que viven en Mérida a la que más veo —cuando estoy ahí de visita, pues vivo en la ciudad de México— es a mi tía Nelly Rodríguez Baqueiro viuda de Xacur, quien a sus más de noventa años de vida conserva su belleza y su interesante plática. Ella me cuenta de sus bailes de juventud, de las fiestas, de la vida en ese Dzitbalché más antiguo que su memoria y al que algún día volveré.

lunes, abril 03, 2006

Cochinita pibil

Hay varias cuestiones que tomar en cuenta al preparar este platillo. La primera es que nunca será más rica la cochinita que uno prepare en casa que la que se puede adquirir en los mercados o en los puestos matutinos de las calles de Mérida, Valladolid, Tizimín o de cualquier otro municipio de Yucatán e incluso de Campeche y Quintana Roo; ni mencionar la cochinita que se vende en los restaurantes de la ciudad de México, en donde lo que realmente se cocina es una tinga de cerdo con achiote. La cochinita original debe cocinarse en un hoyo en la tierra, lo cual le otorga ese sabor tan especial. Pero, poniendo los pies precisamente en la tierra, la cochinita puede prepararse en casa y quedar deliciosa. En lo particular, en los ocho años que tengo de vivir en la ciudad de México no he preparado un guiso con tanto éxito como la cochinita pibil. A todo el mundo le encanta, aunque —aquí viene otra cuestión importante— se trata de un guiso antidietético y quizás dañino para muchas personas que se cuidan de la grasa, del colesterol, de los triglicéridos y de mil pesadeces más. Sin embargo, se trata de un elemento gastronómico-cultural muy socorrido en bautizos, primeras comuniones, quince años, bodas y aniversarios entre la comunidad peninsular. Los invitados a la "cochinada" perciben el olor del guiso y olvidan automáticamente cualquier razón en contra con tal de disfrutar del platillo más famoso de los yucatecos. Recomiendo preparar más carne de lo que se prevé originalmente, pues por experiencia propia puedo asegurar que varios repetirán o pedirán su chilango "itacate".

Ingredientes
2 k de carne de cerdo al gusto (pierna y costillas, por ejemplo)
200 g de pasta de achiote
6 naranjas agrias
2 cucharadas grandes de manteca
1 hoja grande de plátano
1 cucharada de pimienta grande molida
1 cucharada de pimienta chica molida
1 cucharada de clavo molido
1 cucharada de canela molida
1 cucharada de comino molido
1 cucharada de sal
Media cucharada de chile piquín molido
Media cabeza de ajo picada finamente

Para la vinagreta de cebolla:
1 cebolla roja grande picada
1 hoja de laurel
Media cabeza de ajo quemada en la flama de la estufa
Sal al gusto
4 granos de pimienta grande
2 hojas de orégano secas
Vinagre, el suficiente para cubrir la cebolla picada
2 cucharadas de aceite de oliva
Chile habanero asado y picado, al gusto

Preparación
Con una noche de anticipación a la comida se pasa la hoja de plátano sobre las flamas de dos quemadores de la estufa, por ambos lados, con la finalidad de que se suavice y no se rompa a la hora de doblarla; posteriormente se extiende en una mesa y se limpia con un trapo húmedo. Se acomoda la hoja cortada en dos o más partes encima del recipiente elegido (donde se cocinará la cochinita) dejando que los bordes sobresalgan. Si se cocina al vapor, habrá que ponerle un vaso y medio de agua a la olla o vaporera, debajo de la hoja. Si se hace al horno solamente habrá que cuidar que no se reseque el guiso al hornearse; para evitarlo se puede acomodar en la parte inferior del horno un recipiente con bastante agua, para que ésta se consuma en lugar de los líquidos del guiso.
Aparte, se pelan las naranjas y se exprimen a mano a través un colador para evitar las numerosas semillas. Las cáscaras y la parte blanca de las naranjas son muy amargas; por ello no deben exprimirse en máquina. El jugo se vertirá sobre la pasta de achiote, el ajo y los condimentos (pimientas, clavo, canela, comino, chile y un poco de sal). Esto se puede mezclar con un tenedor o en la licuadora. Por otro lado, la carne de cerdo debe estar cortada en piezas medianas y untadas con sal, teniendo la precaución de que ésta no sea excesiva, sino que apenas sazone la carne. La selección de la carne es al gusto: puede ser pierna o lomo, con costillas u otras partes del cerdo que contengan hueso y grasa; también pueden agregarse el hígado y las orejas. Ya preparada la carne, se acomoda en el recipiente cubierto con la hoja de plátano y encima se vierte la mezcla de achiote. Si ésta no alcanza a cubrir las piezas de carne se puede agregar un poco de agua o vinagre o un poco de ambos. Encima de todo se agrega la manteca en pequeños pedazos para que se derrita al cocinarse. Se cubre el guiso con las partes salientes de la hoja de plátano, se tapa el recipiente y se deja marinar en el refrigerador hasta el día siguiente.
La vinagreta de cebolla debe hacerse también una noche antes o por lo menos con cuatro horas de anticipación, con el objetivo de que la cebolla esté bien cocida y desflemada por el vinagre. Primero se pica la cebolla y se vierte en un recipiente de plástico o de cristal. Luego se le agregan la hoja de laurel, la media cabeza de ajo quemada, los granos de pimienta, las hojas de orégano, sal y los chiles habaneros asados. Por último se vierten el vinagre (cuidando que su cantidad no rebase a la cebolla) y el aceite de oliva. Se revuelve bien todo y se deja destapado un rato para permitir que la cebolla se desfleme libremente. Luego puede taparse y dejarse fuera del refrigerador por varios días. Se recomienda utilizar cuchara de plástico o de madera para manipular o servir la vinagreta.
Al día siguiente se cocina la cochinita durante tres horas a fuego mínimo sin destaparse, si es al vapor; si se cocina en el horno debe dejarse por unas dos horas a baja temperatura, pero siempre teniendo el cuidado de que no se reseque. El objetivo es que la carne quede suave y fácil de deshebrar. Puede servirse ya sea en tacos con tortillas de maíz o en platos, siempre con la vinagreta de cebolla encima. En este último caso puede acompañarse con frijoles refritos. Para el recalentado o nach pueden prepararse tortas con pan francés o baguettes, sin mayonesa ni cualquier otro elemento que no sean la cochinita y la vinagreta.

Carta a Olga Rodríguez Siqueiros (q.e.p.d.)


Cuernavaca, Morelos, 26 de noviembre de 2005.

Querida Olga:*
Te escribo para felicitarte por tu nuevo libro, La casa de las delicias, editado en la colección Molino de viento por el Instituto de Cultura de Morelos. Cuando nos reunimos la última vez, el pasado primero de noviembre, víspera del Día de Muertos entre velas, recuerdos y rones, la plática estuvo muy agradable pero no ahondamos en el tema, pues mis parientes y amigos, que al igual que tú se embarcaron hacia el más largo viaje, no nos lo permitieron.

Pues bien, esta tarde en que se ha organizado una gran fiesta en tu honor quiero reiterarte lo orgulloso que me siento de ser tu amigo. Tú sabes que cuando alguien a quien quieres destaca en el arte de la literatura, la admiración, el respeto y el cariño se multiplican.

Hay en tus cuentos, Olga, una sustancia adictiva, mágica, que provoca en quien los lee la necesidad de seguir leyendo, de exigirte la fuente de tantos enigmas. ¿Acaso conociste a esos personajes inolvidables cuyas vidas transformas en literatura?; ¿quiénes fueron esos hijos-buitre tras ventanales que arrancaron pedazos de alma?, ¿quiénes los Fornelli?, ¿quiénes Hans y Licia?, ¿qué huracán destruyó ese amor?... Sé que el que escribe no siempre lo hace acerca de la realidad; sé que ficción y malicia son fundamentales en la estructura de un buen cuento; sé, también, que tu perspicacia ha sido avalada por lumbreras; pero tú, querida amiga, has logrado que los misterios que surgen entre líneas constituyan no una simple astucia del oficio, sino una llama inextinguible en la memoria del lector.

Otro de los elementos que admiro en tu trabajo, amiga, y con el cual me identifico mucho, es la soltura con la que abordas el tema de la muerte. Eso de que los mexicanos nos pasemos a la muerte por el arco del triunfo no es del todo cierto, aunque Octavio Paz y su excelencia nos sugieran tal idea. La verdad es que a todos, en determinado momento de la vida, sobre todo en la enfermedad, el dejar de existir nos da miedo. Tú, en cambio, escribes cuentos como La final, en donde la muerte —o el riesgo de ésta— se comenta de manera elegante, humorística, pero no grotesca. También tocas el tema en textos como Aquí sólo llegan las mariposas, en el que la historia es una serie de imágenes poéticas. (Por cierto, no puedo evitar relacionar la tristeza y la belleza de este cuento con otro cuento de nuestra amiga Socorro Venegas, aquí presente).

Me es difícil decirte cuál o cuales son mis cuentos favoritos en La casa de las delicias. Los disfruté tanto que a cada uno lo considero parte de mi vida. Los personajes que en ellos viven son reales porque así nos lo hiciste imaginar; fue un gran honor conocerlos. Gracias, Olga, por compartirlos como compartiste conmigo tu casa, tu familia, tus amigos y tu maravillosa esencia de amiga y artista. Te quiero mucho.

Will


*Texto leído en el Jardín Borda de Cuernavaca durante el homenaje póstumo-presentación del libro La casa de las delicias, de Olga Rodríguez Siqueiros, editado en 2005 en la colección de narrativa Molino de viento del Instituto de Cultura de Morelos.