Will Rodríguez: El extraterrestre

martes, julio 12, 2005

El extraterrestre

Un extraterrestre había rondado el maizal por la madrugada, destruyendo a su paso brotes y mazorcas. Marco y su padre lo vieron durante la cacería; estaban por disparar a unas codornices cuando se consumó el encuentro. Su descripción era confusa, pero lo suficientemente efectiva como para extender el miedo entre la comunidad convocada al amanecer por las campanas de la iglesia.
“Tiene unos ojos así, saltones y feos; una boca que se convierte en mano; una piel oscura como curtida por el tiempo, con antenas que parecen pelos; sus piernas son cortas y sus pies bien duros, como los de un caballo, o más bien como de un cerdo, o como de cerdo y caballo al mismo tiempo; y no deja de comer, está así de gordo… como don Emilio”. Al viejo aludido no le pareció adecuada la comparación que hizo el padre de Marco, pero era tanto el miedo que sentía que no pudo expresar objeción alguna.
La gente comenzó a expresar sus temores: “Nos va a dejar sin cosecha, más pobres que nunca; ¿y si entra al pueblo y nos mata?; y qué tal si luego nos secuestra, o vienen más de su planeta para robarse el agua o a esclavizarnos, Dios nos bendiga; y dónde está el presidente municipal cuando más se le necesita, hay que avisar al ejército, a la televisión”.
Antes del mediodía, los hombres ya estaban divididos en grupos para peinar maizales y monte. Las mujeres acordaron hacer por la noche una fogata para aguardar a sus esposos e hijos; no faltaría comida ni aguardiente para apaciguar el susto. Así se fue la tarde, entre preparativos de caza y cena, todo en silencio.
A las nueve de una noche estrellada y creciente la comunidad ya estaba reunida alrededor de la fogata en la explanada de la iglesia. Dos pavos fueron sacrificados y asados para la ocasión: “Tiene que haber mucha comida y mucho trago, para festejar el triunfo o velar a los muertos”, ordenó el padre de Marco. Alguien distinguió en el cielo, a lo lejos, una luz muy blanca surcando el espacio. Fray Julián aprovechó el augurio para bendecir a quienes él mismo acompañaría en el peligro. Los hombres, con escopetas, antorchas y machetes, parecían más un grupo de zapatistas con los rostros descubiertos por el miedo que un grupo de campesinos en la tierra de no pasa nada. Sólo el aguardiente y los tacos de pavo lograban envalentonar a sus corazones.
A la una de la madrugada los hombres se dividieron en tres grupos para acordonar el área. Fray Julián encabezó el primero; el padre de Marco el segundo, y Francisco, el cazador más hábil del pueblo, el tercero. La búsqueda duraría por lo menos cuatro horas, pues el terreno de los maizales era bastante extenso y laberíntico. Los grupos se ubicaron en puntos de triángulo equilátero para avanzar hacia el centro y lograr el cometido: acorralar al extraterrestre y dispararle desde una distancia segura, sin riesgo de herir ni matar a nadie.
Pasaba el tiempo y los pasos reducían el triángulo. Varios hombres lamentaron no poder dispararle a conejos, codornices y pavos de monte que escapaban ante sus armas, toda vez que la consigna fue no hacer disparo alguno que no estuviera dirigido al extraterrestre.
Por fin la detonación. Fue Francisco quien soltó la primera bala e inició el ataque general en contra de ese ser horrible creado por alguna extraña inteligencia del espacio sideral. Todos corrieron hacia el centro del plantío para conocer al extraterrestre y cerciorarse de que estuviera muerto. El papá de Marco se arrodilló para revisar si no tenía instalada una antena o cualquier otro artefacto que emitiera señales a otros mundos. “Qué horrible es, Dios mío, imagínate si nos agarraba desprevenidos. Alabado sea el Señor que nos concedió la gracia de matarlo”, exclamaban los cazadores. Fray Julián extendió una manta sobre el cuerpo acribillado y un grupo de hombres procedió a levantarlo y trasladarlo al pueblo cuidando de no espinarse.
La procesión duró un par de horas y para entonces el sol ya provocaba sudor y bochornos. Los peregrinos llegaron a la explanada de la iglesia y arrojaron el cadáver ante los pies del presidente municipal, quien acababa de llegar de la ciudad.
—Ya ve, señor presidente, que aquí no necesitamos policías ni soldados para terminar con las amenazas que nos amenazan —dijo el padre de Marco al destapar el cuerpo inerte. Las mujeres gritaron y se persignaron impresionadas ante la imagen ensangrentada.
—¡Tapirus bairdii! —exclamó el munícipe— Qué brutos son. Esto es un tapir, un mamífero que se creía extinto en estas tierras desde hace muchos años. De qué han servido los libros que con tanto trabajo he conseguido para nuestra sala de lectura; ahí vienen un chingo de ilustraciones de la flora y la fauna de esta región.
El presidente municipal se retiró enfurecido hacia su despacho, dejando a toda la población en el desconcierto. No faltaron las recriminaciones y los achaques de culpa: “…y todo por hacerle caso a tu papá, Marco… Ah sí, ¿verdad?, ahora resulta que nadie chupó ni comió ni disparó, váyanse a la verga…” El deslinde de responsabilidades duró más de una hora sin que se llegara a un acuerdo. Lo cierto es que a nadie le convenía que el munícipe estuviera enojado. Por fin, una mujer, después de largo rato de observar al tapir, tuvo una brillante idea que no tuvo rechazo.
A la hora de la comida, un comité encabezado por Fray Julián entró a la presidencia municipal para ofrecerle a su representante unos deliciosos tacos de “cochinita pibil”.